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Proyecto de Ley Adopción: cambiemos la mirada

Alicia Castillo Saldías
Directora Escuela de Derecho

El Informe que la Excelentísima Corte Suprema hizo del proyecto de Ley de Adopción, actualmente en trámite, dejó en evidencia que el legislador no tiene en mente considerar a los convivientes civiles como potenciales postulantes al proceso de adopción. Aquello trae aparejado un sinnúmero de interpretaciones que pueden llevar a equívoco. Así, se han escuchado voces que califican tal disposición como discriminatoria, y otras, que han apoyado el planteamiento sosteniendo, por ejemplo, que está correcto y es lo que debe ser, ya que no está en el ethos del proyecto incluir a los convivientes como futuros postulantes por considerarse tal institución más frágil en comparación con el matrimonio.

Frente a esto, el Estado tiene que tomar una posición y postura clara, no a medias tinta o torcida respecto de los convivientes civiles en su inclusión o no como futuros postulantes, para que así el proyecto de Ley de Adopción sea coherente con la nueva normativa de Acuerdo Unión Civil. Por ahora, podemos adelantar que no es un problema de eventual discriminación el no considerar a los convivientes civiles como futuros postulantes, ya que aquello implicaría que dentro del grupo de convivientes algunos pueden ser considerados aptos para el proceso y otros no, en cambio aquí abiertamente están marginados en su totalidad.

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“…La discusión hay que centrarla en el niño, o sea, en la persona y no en qué grupo tiene o puede arrogarse el privilegio de ser futuro y eventual padre adoptivo. Esto no es un problema de grupo o categoría; es una cuestión individual, en definitiva, determinar y decidir qué es lo mejor para un niño…”
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Por otro lado, tampoco es una cuestión de si un grupo es o no más apto para ser candidato per sé a la adopción; el concepto “apto” en sí ya es ambiguo y con límites y contornos tan imprecisos para una sociedad cada vez más tolerante, permisiva e individualista como la nuestra; nadie podría atreverse a decir a ciencia cierta qué grupo o categoría institucional es mejor garante de otorgar a un niño una “mejor vida” en términos integrales. Nadie podría arrogarse tal derecho, ya que aquello implicaría una especie de totalitarismo del grupo, una estructura homogénea y única, lo cual es totalmente distinto a lo que es en sí una persona, un niño y, por último, un grupo intermedio —llámele como usted quiera: familia, conviviente, pareja, etcétera— ¿Por qué? Porque justamente lo que diferencia a una persona, y en especial a un niño, son sus características propias, únicas, individuales e irrepetibles en otro ser. Hay que cambiar de óptica.

Nos hemos olvidado de mirar hacia quién legislamos. Repetidamente, caemos en el mismo error, tenemos una mirada “adultista” en los problemas que atañen a niños, debiendo —por el contrario— tener una óptica completamente guiada por la niñez. Si el foco de atención fuera realmente el niño, considerado individualmente y en sus cualidades especiales y únicas, teniendo siempre como vía rectora su “interés superior” o “su mejor derecho”, no tropezaríamos en discusiones retóricas y tautológicas y, por ende, no caeríamos en contradicciones tan burdas como las que ha develado la Corte Suprema.

La discusión hay que centrarla en el niño, o sea, en la persona y no en qué grupo tiene o puede arrogarse el privilegio de ser futuro y eventual padre adoptivo. Esto no es un problema de grupo o categoría; es una cuestión individual, en definitiva, determinar y decidir qué es lo mejor para un niño.

Y es aquí donde quiero detenerme un instante ya que, pareciera que, sin perjuicio que se han escuchado en la cámara a múltiples instituciones que velan por los derechos de los niños, no ha quedado establecido en los hechos o no se ha comprendido en su cabalidad, más allá de los eslóganes, que el sujeto individual niño/a es el centro de la discusión; la adopción no es una institución que se haya creado para sacar a los niños de la pobreza o para darle un mejor estándar socioeconómico en una familia determinada; la adopción no es un mecanismo apropiado para solucionar políticas públicas de infancia en riesgo social.

Con lo anterior, teniendo meridianamente claro ese principio básico, se puede decidir si procede o no la adopción respecto de niños abandonados, niños carentes de recursos, niños con padres alcohólicos o maltratadores, niños criados por abuelas, niños institucionalizados, etcétera.

Es tal la mirada adultista que se tiene de la adopción que todavía hay sectores que creen que esta “institución” debe responder a la necesidad de encontrarle un niño a una familia y no, como debiera ser, la familia más apropiada y que mejor vele por los derechos de ese niño, buscando siempre su mejor y mayor realización.

Estoy cierta que, más allá de lo que se resuelva al final del camino y cuando proceda aplicar y hacerse cargo como Estado del juicio de adopción de un niño, con nombre y apellido, de carne y hueso —Carlos, Valentina, Nicolás— nuestros Tribunales de Familia, en silencio y sin pretender el “reconocimiento público”, mantendrán su postura de hacer primar el interés superior de ese niño en particular, por sobre todas las consideraciones teóricas, retóricas y legislativas que hemos y seguiremos escuchando.

Fuente: El Mercurio Legal.
Fecha: 09/11/2015

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